ESO
Sé que voy a decir algo polémico pero obviamente es desde la admiración y reforzando aún más su mérito: cuanto más conozco a gente de Colombia, sus historias y sus memorias, más me convenzo de que Gabriel García Márquez fue ante todo un excelente cronista. Colombia es una magia tan absoluta como trágica y real, un baile con duende entre la vida y la muerte.
Yo conocí la existencia del río Magdalena gracias a él, que llevó a ese río a ser más que una réplica del mar de Ulises lleno de cantos de sirenas o manatíes y sueños truncos en casi todas sus obras.
El mismo río Magdalena que era conocido hace unos años por ser la fosa común más grande de Colombia, producto de la violencia de esos tiempos. El mismo río que se rebeló contra la impunidad y en un escollo de corrientes hizo un remolino de justicia para que salieran a flote todos los muertos frente a la costa de un pueblo llamado Puerto Berrío. Y como sus propios habitantes también tenían muertos que no sabían dónde estaban, desaparecidos sin rastro, adoptaron a esos muertos anónimos y les hicieron duelo y les dieron sepultura. Algunos, incluso, les pusieron el nombre de sus muertos en las tumbas, para poder ir a llorarlos tranquilos. Los cementerios de la zona están llenos de muertos adoptados que descansan y son atendidos por alguien que les lleva flores.
En Colombia no se abandona a los suyos, no a los muertos, mucho menos a los vivos. Por eso cuando Paola Cadena nos cuenta, en un episodio de “El Expreso del Sol” de Recordarte Podcast, que en su casa, desde que recuerda y durante años, hubo un cajón con los huesos de su tío Horacio, una no se sorprende.
Tampoco cuando se escucha una de las historias del primer episodio del mismo nombre, sobre esa historia de amor prohibido, latente y lejano, de una de sus tías con su fallido marido en un matrimonio nunca posible por mandato patriarcal. Pero una esboza una sonrisa cuando escucha que hasta el día de hoy y desde hace casi medio siglo siguen llamándose una vez al año todos los 31 de diciembre. Arte.
Arte puro, a tal punto que una se resiste a pensar que no sea ficción. Una anhela que esas dos almas pudieran quererse igual de viejas, morar en vida el mirar de un amor sereno, así como longevo era el amor que en los tiempos del cólera sentían dos ancianos que deambulaban por el río Magdalena.
Porque el arte y la creatividad que se respira en todas y cada una de esas historias es la respuesta de un pueblo que supo seguir sintiendo alegría pese al dolor y levantarse con esa dignidad mística que sólo quien tiene entre sus tierras un río de siete colores puede saber cómo hacerlo. Qué hermosa ternura nace del dolor bien llorado.
Y si algo nos enseña es a entender que el arte no es un lujo, es una necesidad de nuestra especie, que lo necesitamos para sanar, en cualquiera de sus expresiones y dominios.
Porque desde que el hombre se sentó en ronda con otros frente a un fuego para mirar las estrellas, mientras otra pintaba con sangre y tintes un animal en una cueva, conectar e inspirarnos fue y es necesario. Respirar ese humo, escuchar esos trinos, las tragedias que nunca son propias y tampoco ajenas. La vida que pasa como un viento entre las historias comunes de gente, de sensibilidades que, sin ser redundantes, identifican un país entero.