En casa no se regalaban libros en los cumples ni en Navidad, que eran las dos fechas más regaleras del año. Mamá, que siempre estaba detrás de las compras, se cuidó mucho de eso. En las fiestas nos sorprendía con patines y patinetas, o, también, con cosas francamente desilusionantes como un par de medias que estábamos necesitando y que nosotros los chicos considerábamos parte de un derecho básico más que de un regalo. Con los libros mamá se cuidó mucho de no ponerlos allá arriba, a la altura de los dioses de los regalos, ni allá abajo, en el pantano de las necesidades. Como para ella eran importantes, se inventó fechas especiales para regalarlos, por ejemplo, en las vacaciones.
Solíamos veranear en una cabaña en la Patagonia. El primer día de lluvia dejábamos la costa del lago y manejábamos cuarenta kilómetros hasta el pueblo. Era el momento en que comprábamos provisiones: comida y libros. Los libros eran parte de un movimiento que incluía conseguir hormas de queso, potes de dulce de leche, y bolsas de harina. Después de llenar el baúl de ricos insumos, como cierre de la aventura, tocaba la librería. Era muy pequeña y estaba ubicada al fondo de una galería. El pasillo se iba volviendo un poco sórdido a medida que avanzábamos. Empezaba con negocios de souvenires, tipo duendes, lucecitas, tazas y pulóveres espumosos, y luego seguía alguna casas de camping y, finalmente, si no recuerdo mal, algo de rezagos militares, con cortaplumas y todo eso. Y allá al final, medio oscura, con una puerta pequeña, la librería. Ya a este punto un poco me olvido cómo era adentro, no estoy segura si me invento que había libros hasta el techo, y que apenas podías moverte sin chocar. Real o inventado, es un recuerdo que me gusta eso de estar tan apretada entre cuentos.
Mamá nos dejaba elegir tres a cada uno. Los que quisiéramos, se trataran de la porquería que se trataran, costaran la fortuna que costaran. No era tan liberal el resto del año, ahí se encargaba de comprar libros de calidad, pero en esa fecha la libertad era parte importante del festejo. Como efecto colateral, eso nos ayudó a construir nuestro camino lector. Equivocarse en una elección es importante. También lo es disfrutar profundamente una prosa de mala calidad, una traducción paupérrima, o unos dibujos cansinos. Hay que tener confianza, el gusto lector se forma lentamente a través de la exposición a la diversidad.
En esa librería conocí a autores como Michael Ende. Yo elegía los libros más gorditos, para que me duraran mucho, y ahí estaba Jim botón y Lucas el maquinista superando las cien páginas. Mi hermano mayor descubrió los libros de ciencia ficción de Minotauro. Y mi hermano menor, bueno mi hermano menor no se le dio por la exploración, se enfocó muy concienzudamente en Asterix y Obelix, un verano tras otro, hasta que tuvo la colección completa.
Después los leíamos largamente tirados bajo un ciprés, en tiempos en que no había jueguitos.
Desde entonces, libros y vacaciones van muy de la mano para mí.