Por Ricardo Peltier San Pedro
Como es natural, al ser la calle de Santa Bárbara de una sola cuadra, la convivencia diaria con los vecinos era inevitable, pero por fortuna era más que civilizada; de hecho, lo usual era entrar y salir de las casas sin previo aviso, como si fuera la de uno. En la calle de Santa Bárbara había en total 14 viviendas, buena parte de ellas conectadas por medio de las azoteas. La casa que estaba frente a la mía, la número 20, era de la familia Ferrer. En ella vivía el juez Eduardo Ferrer MacGregor con su esposa doña Margarita y sus tres hijos. El mayor de ellos, Eduardo, el “Chacho”, era amigo de mi hermano Rodolfo; la “Chata”, la de en medio, era amiga de mi hermana Catalina; y Pepe, el menor de los tres, era “mas o menos” amigo de mi hermano Roberto. Como yo era un escuincle y ellos "grandes", no me tomaban en cuenta para nada… Bueno, con la única excepción del “Chacho”, pues este me agarro tremenda ojeriza debido a varios acontecimientos, unos fortuitos y otros intencionales.
En su descargo debo confesar, sí he de ser totalmente honesto, que dicha ojeriza estaba plenamente justificada.
El primer caso fortuito ocurrió una asoleada tarde del verano del año de 1959. El presidente Adolfo López Mateos llevaba apenas seis meses al frente del nuevo gobierno y su popularidad iba in crescendo, al igual que la de mi familia, pues mi padre había agarrado “hueso” en el nuevo gobierno, pues el señor presidente tuvo a bien colocar a un viejo amigo suyo, el licenciado Eduardo Bustamante Vasconcelos, al frente de la Secretaria del Patrimonio Nacional. Yo acababa de cumplir 9 años de edad y mi padre —de acuerdo con su nuevo status—, me regaló una espectacular bicicleta color rojo de cinco velocidades marca Raleight ¡Lo máximo del mundo! Por supuesto me pasaba día y noche montado en ella.
Esa tarde asoleada de la que doy cuenta, transitaba muy campante por la calle de Santa Bárbara en mi nueva “bici”, cuando casualmente pase junto a un coche que yo no había visto núnca y que estaba parqueado frente a mi casa, un Mercedes-Benz color café claro nuevecito, y sin querer —¡lo juro por Dios!— le raye todo el costado, de principio a fin, con la palanca del freno de mano del manubrio de la bicicleta. Para mi desgracia, el propietario del Mercedes-Benz recién salido de la agencia era, ni más ni menos, que mi vecino el “Chacho”… ¡Ups!
El otro percanse —este si intencional, debo confesarlo con mucha pena— ocurrió unos meses después, una noche en la que hacia mucho frio y durante la cual mi vecino el “Chacho” convalecía postrado en la cama de su recamara debido a la fractura de una de sus piernas, la cual colgaba enyesada de lo alto de una cuerda atada a un tubo que habían colocado para tal fin arriba de la cabecera. A mí se me ocurrió —¡no sé porque!— que sería buena idea hacerle una visita sorpresa, esto es, a hurtadillas, pero como sospechaba que podría resultarle poco agradable, decidí llevar para mi protección —uno nunca sabe como pueda reaccionar la gente— una ametralladora de pilas que hacia un ruido infernal cuando uno jalaba el gatillo. Al ingresar a su cuarto y percatarme de que mi vecino el “Chacho” estaba solo y completamente dormido… ¡Chin! ¡Que se me mete el Diablo! ¡Y qué jalo el gatillo! No recuerdo bien —la mera verdad— sí con el brinco que pego sobre la cama cuando oyó el estruendo de la ametralladora se rompió nuevamente la pierna, lo que sí recuerdo bien es que nunca más en la vida volvió a dirigirme la palabra… ¡Qué se le va a hacer!