La Casa de Santa Bárbara

Fragmento del capítulo I del libro

La Casa de Santa Bárbara

Por Ricardo Peltier San Pedro

 

El primero de diciembre de 1958, exactamente a las 11:05 de la mañana, don Adolfo López Mateos —sin duda uno de los políticos más populares y queridos del país—, rindió protesta como nuevo presidente de México. El candidato del PRI obtuvo 6,767,754 votos, en tanto que el candidato del PAN, don Luis H. Álvarez, obtuvo solo 705,303 votos. El Presidente electo se levantó temprano ese día y salió de su casa del Pedregal de San Ángel a las 10 de la mañana en un coche Mercedes Benz color negro convertible con destino al Palacio de las Bellas Artes, lugar en donde rendiría protesta como Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. Para llegar a dicho lugar, el presidente electo cruzo media ciudad. El Mercedes Benz transitó primero por la Avenida de los Insurgentes, luego por el Paseo de la Reforma y finalmente por la Avenida Juárez. Como era costumbre en aquellos años, la gente solía arremolinarse en las calles para ver pasar a los presidentes, por lo que mis padres, mis hermanos y yo, al igual que los vecinos de la cuadra, nos apostamos desde las 9 de la mañana en la esquina de Insurgentes y Santa Bárbara para verlo pasar. La novedad en el vecindario era la apertura reciente en la esquina de San Bernardino e Insurgentes de un restaurante, “La Bocana”, cuya especialidad eran los mariscos. Los dueños del nuevo restaurante, así como los meseros y los cocineros, también estaban parados en la esquina esperando ver pasar al nuevo Presidente de México.

 

Inevitablemente —y no podía ser de otra manera— después de hora y media de espera, la gente que estaba arremolinada en la esquina de Insurgentes y Santa Bárbara había orquestado una gran pachanga, siendo la principal protagonista Cochita… ¡mi señora madre! Cuando mis hermanos y yo estamos por decidir si comprábamos unas Coca-Colas para mitigar la sed, empezamos a escuchar a lo lejos gritos y aplausos, los cuales empezaron a subir de intensidad conforme el auto en el que viajaba el presidente electo se acercaba a la esquina en donde estamos todos parados esperándolo. Cuando finalmente pudimos distinguir a lo lejos la figura de López Mateos de pie en el auto convertible saludando a diestra y siniestra con sus dos manos y mandando su característico abrazo, los gritos y los aplausos eran estruendosos. He de decir que todos los vecinos de la cuadra estaban emocionados y gritaban como locos, pero mi mamá destacaba, al grado de que López Mateos la pudo notar entre la multitud, y comenzó a sonreírle y mandarle saludos de tal forma que todos los que estaban ahí presentes —los vecinos, los dueños del nuevo restaurante, los meseros, los cocineros y gente desconocida—, empezaron a voltear a verla, pues López Mateos no dejaba de sonreírle y mandarle saludos. El colmo fue que una vez que la caravana presidencial paso de largo, López Mateos se volteó para seguir mandándole desde lo lejos saludos a mi señora mamá, quién la mera verdad —debo decirlo sin ambages— era de llamar la atención por su belleza. Cuando ya se perdió de vista la caravana presidencial, la gente que estaba a nuestro alrededor empezó a preguntarle a mi madre si lo conocía, a lo que mi madre les respondía a todos con gran naturalidad: “¡Por supuesto que sí! ¡Adolfo es un viejo amigo mío!”

 

En la noche de ese mismo día los vecinos de la calle de Santa Bárbara, así como los dueños de “La Bocana”, empezaron a creer que era cierto que mi madre conocía al nuevo presidente de México, pues a eso de las 9 de la noche se estacionaron frente a la casa varios Cadillac negros con placas oficiales. De uno de estos descendió don Eduardo Bustamante Vasconcelos, el nuevo secretario del Patrimonio Nacional, y su esposa doña “Cuca” Dávila, los cuales llegaron de improviso a la casa para celebrar el dichoso nombramiento con mis padres. Como mis padres no estaba preparados para una celebración de tal magnitud, pues don Eduardo no les había anticipado nada, se le ocurrió a Fito — mi padre— que la única manera de salir del atolladero era pedirles a los dueños del restaurante “La Bocana” bocadillos y bebidas para agasajar a su amigo ¡ahora miembro del gabinete presidencial! y a los invitados que estaban comenzando a llegar. No había pasado ni media hora de haber solicitado el mentado servicio, cuando se inició un desfile ininterrumpido de meseros desde “La Bocana” hasta mi casa cargando charolas atiborradas de comida y bebidas. Esa escena luego se repitió muchas veces, pues don Eduardo y doña “Cuca” siguieron visitando la casa con frecuencia. Por supuesto, al día siguiente la popularidad de los Peltier en el vecindario se fue hasta las nubes, y mis padres, mis hermanos y yo nos convertimos en clientes VIP de “La Bocana”. Ahí comí por primera vez el pescado a la meunière y las quesadillas de sesos. Además, por si fuera poco, y pese a que yo era un niño de solo ocho años de edad, me daba el gusto de invitar a mis amigos a comer pastel, helados y malteadas de vainilla y fresa a “La Bocana” sin mayor problema, pues cuando el mesero me entregaba la cuenta… ¡Yo solo la firmaba!

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