Hace ya algunos años, una noche en que me quedé con mi tía Myriam en su casa, ella decidió entregarme una caja llena de fotos familiares. Desde las más antiguas, a blanco y negro, hasta las más recientes. Entre ellas estaban incluso las cédulas de identidad de mis dos abuelos, y muchos otros papeles más. Ella siempre ha sido la que toma fotos en la familia, la que las guarda, y ese día sentí que con ese manojo de imágenes me entregaba algo más, ¿la responsabilidad de la memoria? No sé.
Llegué a mi casa, esa que está lejos, y empecé a observarlas otra vez, les pedí a mis padres que escanearan y me enviaran las que tenían ellos, las imprimí y empecé a llenar uno, dos, tres y más álbumes que ahora reposan en la mesa de mi sala. Mientras ponía cada foto entre el papel transparente hubo dos que me llamaron la atención, una en la que estaba mi tío Horacio sosteniéndome en sus brazos, y otra igual, pero con mi tío Gustavo, en las dos yo tenía apenas unos meses de nacida y en las dos me sostenían miembros de la familia que ya no existen, por lo menos no en este mundo físico, y que no llegaron a verme crecer, a escuchar mi voz, ni mucho menos a saber quién soy ahora. Sin embargo, ver esas imágenes me llevó a pensar que esos dos seres, que no tienen presencia en mi memoria, sí estuvieron ahí para mí, me tuvieron en sus brazos; pensé también que, aunque sea sólo en ese lugar remoto de mi inconsciente, ellos fueron mis tíos, y murieron, y yo nunca los lloré. En ese justo momento algo se me encendió por dentro, me dije: ¿cuántos muertos hay en mi sangre que yo nunca he llorado? ¿a cuántos les debo un duelo? Con las fotos en la mano empecé a llorar como un chorro de agua abierto, por horas, mirando las imágenes de todos los que ya no están, los que conocí, los que me conocieron, y los que nunca supieron que yo existiría.
Sentí algo que no conocía, fue como palpar un dolor ajeno pero que estaba dentro de mí, más allá de mi memoria y de mi voluntad, un dolor heredado; y como ante las cosas que son grandes en mi vida lo único que sé hacer es escribir, eso hice: un poema para cada difunto de mi familia extendida y otro para cada vivo de mi familia nuclear. Sólo así sentí que lograba responder a ese duelo tardío que se me revelaba y a esa vida que persiste en nosotros a pesar de tanta muerte que ha pasado ya.
Eso fue hace tiempo, y los poemas quedaron por meses desperdigados entre libretas y luego organizados en un archivo de word que poco a poco se convirtió en libro. Con el libro escrito pensé que esa labor de conservar, honrar, o lo que sea que hice con la memoria familiar, se había cumplido, lo que no me esperaba era que meses después me iba a dar por hacer un podcast que se llamaría, justamente, "RecordArte", y que, entre tantas historias, una de ellas iba a ser precisamente la de mi madre y mis dos tías, donde esos seres ya idos volverían a aparecer y donde esos poemas hechos solo de letras tendrían sentido ahora convertidos en voz.
Tal vez así es la vida, nos va poniendo señales que son apenas la semilla de algo que va a crecer, a cambiar, a elaborarse. Como la señal que me dio mi tía esa noche en que me entregó su caja de fotos. Como lo digo en el episodio: "A veces pienso que contar estas historias es como armar un álbum fotográfico, escoger las imágenes que se quiere perpetuar, imprimirlas, no en papel sino en sonido, organizarlas, y armar este dispositivo de memoria que es RecordArte".
¿Quién es en su familia el guardián de la memoria? Seguramente somos todos, pero creo que siempre es bueno que alguien pronuncie el pasado, que lo traiga a la luz, para que los huecos que han dejado la muerte y el dolor sanen de una vez por todas.